Aún no sabemos cómo, pero hemos escuchado que podemos jugar con el bebé desde que nace. ¿A qué?, nos preguntamos con perplejidad, y le ponemos delante eso que dicen que le gusta: un precioso sonajero... al que le dedica una indiferente mirada. Le ofrecemos una pelotita a la que presta tres segundos de atención y agitamos una campana que genera una levísima (pensamos) respuesta. ¿Qué hacemos el resto del día? ¿Cómo jugamos con un bebé tan pequeño?
A veces lo único que hay que cambiar para jugar con un bebé es la mirada, y un par de conceptos.
En primer lugar: el juguete no es el juego. A menudo le ofrecemos un objeto, como un puente que no termina de servirnos para comunicarnos con él. Los mejores juegos son sin juguetes, o con juguetes muy sencillos.
En segundo lugar, jugar con un bebé no es presuponer que se aburre todo el rato y que hay que llenar su tiempo de diversión. Es reconocer que está permanentemente entretenido, totalmente absorto en el presente, y aceptar acompañarlo en su camino de descubrimiento y desarrollo, esto es: aceptar entrar en la impredecible corriente del presente. No tenemos que inventar juegos, ya está jugando. Acompañarlo requerirá unas veces ser pasivo, simplemente estar y repetir; otras veces requerirá que nos convirtamos en estímulo, o en observadores, o en facilitadores... ¿Qué papel adoptar en cada momento? Es fácil saberlo si estamos despiertos. Y si no lo estamos, basta con detenernos y observar sin vergüenza: aceptar un corto periodo de incertidumbre bastará para que empecemos a sintonizar con nuestro bebé y escuchar lo que expresa con toda claridad. No somos nosotros los que le enseñamos a jugar, sino él quien nos recuerda cómo hacerlo.
Lidia García-Fresneda
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