El domingo fue mi santo. Al volver a casa Ángela había desplegado sobre su cama una enorme cantidad de pequeños objetos. Algunos estaban cuidadosamente envueltos en un pañuelo, y esos eran los mejores y más importantes regalos. Mis regalos. Ángela estaba emocionadísima. Entonces me acordé de una de esas perlas que uno lee y hacen clic en algún lugar. Aunque no recuerdo dónde lo leí.
Decía que los niños construyen su valor (y experimentan su valía) en función de lo que pueden dar, o más bien en función de cómo es recibido lo que ellos tienen que dar. Solemos pensar que el proceso es al revés, es decir que el niño construye su autoestima en función de lo que recibe: el amor que recibe, la educación que recibe, los consejos, los regalos... Pero parece que igual o más importante que eso es que aprendamos a recibir, para que ellos puedan dar. Recordemos que el que recibe es pasivo. Y el que da, activo.
Podemos hacer un pequeño ejercicio, ahora mismo: ¿qué sentimos cuando nuestra madre o un ser querido nos hace un regalo? ¿Y qué sentimos cuando preparamos un regalo para nuestra madre (o para un ser querido), un regalo que pensamos que le va a encantar? Yo como hija tengo que reconocer que ninguno de los regalos que me hace mi madre (y que tanto agradezco) es tan gratificante como lo que experimento cuando toma con alegría lo que yo he preparado para ella. ¿Por qué disfrutamos tanto dando? Porque dar es expresarse.
Nuestros niños son activos. Quieren dar, regalar, ofrecer-se. ¿Qué tal si por un día en lugar de pensar qué le falta o qué le podemos dar cambiamos el chip y nos sentamos plácidamente a recibir? Su amor en forma de besos, caricias, abrazos, sonrisas... o los regalos, florecitas, collares y dibujos que continuamente hacen pensando en nosotros. Sin expectativas (para que el recibir no se convierta en exigir). ¿Percibimos su alegría? ¿Y la nuestra?
Lidia García-Fresneda
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